El Agua y la Paloma: Crítica de Amour (Michael Haneke, 2012)****
Amour, el nuevo film de Michael Haneke -uno de los directores más sólidos e intransigentes del cine actual- laureado en Cannes y flamante ganador del Oscar a mejor película extranjera-, ha sido catalogado como un brusco giro en la carrera del realizador, destacada habitualmente por su capacidad para generar situaciones incómodas para el espectador. Se puede admitir que se trata de una de sus películas más amables y accesibles, pero de ninguna manera deja de ser una película fiel a su estilo.
Salvando las distancias, ocupa el lugar de Una Historia Sencilla en la carrera de David Lynch. La violencia, la incomodidad y la distancia en la mirada siguen ahí, sólo que en este caso se encuentran envueltas en un contexto menos afín a la filmografía del director: el relato intimista sobre el amor, la enfermedad, la vejez y la muerte, a partir de la historia del matrimonio de Georges y Anne (a la medida de Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva), que deben lidiar, casi en solitario, en la última etapa de sus vidas, con la enfermedad irreversible de Anne.
Narrada casi exclusivamente en el departamento de la pareja, la película se centra las vicisitudes de la relación ante el avance de la enfermedad, en las reacciones y sentimientos de los personajes pero también en las rutinas que surgen a partir de los cuidados que requiere el deterioro de la salud de Anne. El universo de George y Anne no está confinado al departamento por casualidad. Más allá de sus dificultades motrices, es la situación anímica y espiritual de la pareja la que está reservada solo a ellos. Los personajes jóvenes que esporádicamente hacen su aparición no pueden más que remarcar su inaccesibilidad e incomprensión. La hija (Isabelle Hupert) no puede reaccionar con inteligencia ante el dolor, y el pianista Alexandre, antiguo alumno de Anne, no puede disimular su tristeza, y la transmite una y otra vez, pese a los deseos de su mentora. La historia se repite: las profesoras de piano de Haneke no encuentran en sus alumnos más que respuestas crueles.
Amour es un film maduro y logrado, pero aún así, Haneke comete un pecado habitual entre los autores más ambiciosos: el de la alegoría (aspecto también homologable al cine de Lynch). Para ser más precisos, hay dos procedimientos narrativos dignos de análisis en Amour, y absolutamente contradictorios. La alegoría y el símbolo. El primero, la tan mencionada paloma que entra y sale del departamento en más de una ocasión, y los esfuerzos de Georges por atraparla. No basta con que la respuesta seca de Haneke reniegue de la interpretación (“una paloma es una paloma”). La pregunta de porque entra la paloma, con qué objeto es introducida en la narración, claramente es incontestable. Porque es propio de la alegoría no permitirnos más que interpretaciones endebles y subjetivas. Pero el hecho de que los espectadores se hagan la pregunta, es lo que vuelve el recurso en fallido. Su condición alegórica, tan ajena a la narración cinematográfica, provoca sólo confusión.
En el extremo opuesto, a pocos minutos de comenzado el film -en la secuencia clave de la aparición de la enfermedad-, Haneke nos proporciona el recurso cinematográfico por excelencia: la significación simbólica. Georges y Anne charlan sentados a la mesa. De repente, Anne se paraliza, con la mirada en el vacío y abstraída de la realidad. Al no poder hacerla reaccionar, George va en busca de un trapo, abre la canilla, lo humedece en el agua y le moja la cabeza. Como Anne sigue sin dar muestras de recuperación, Georges va en busca de su abrigo, seguramente con la intención de llevarla al médico. Notamos que ha dejado la canilla abierta, porque seguimos oyendo el agua caer desde la habitación contigua. Mientras Georges sigue vistiéndose, dejamos de escuchar el agua correr. No necesitamos aclaraciones. Sabemos que Anne ha salido del transe y ha cerrado la canilla. Si en un principio, la imagen del agua contenía las atribuciones icónicas que habitualmente le otorgamos (así como una paloma es una paloma, el agua es agua), al permanecer abierta, nos proporcionaba un indicio de la gravedad de la situación, o al menos de la importancia que le daba George, al no perder el tiempo en cerrarla. Para cuando, en off, notamos que ha dejado de caer, el agua ya no es sólo agua, se ha transformado en símbolo, y significa la recuperación de Anne. A diferencia de las escenas con la paloma, que confunden y distraen, la resignificación del agua -actuando como ícono, índice y símbolo- goza de una fluidez que la puede hacer pasar casi inadvertida. No se impone por encima del relato, sino que lo potencia sutilmente, sin exigirle al espectador detenerse en ella.
Narrada casi exclusivamente en el departamento de la pareja, la película se centra las vicisitudes de la relación ante el avance de la enfermedad, en las reacciones y sentimientos de los personajes pero también en las rutinas que surgen a partir de los cuidados que requiere el deterioro de la salud de Anne. El universo de George y Anne no está confinado al departamento por casualidad. Más allá de sus dificultades motrices, es la situación anímica y espiritual de la pareja la que está reservada solo a ellos. Los personajes jóvenes que esporádicamente hacen su aparición no pueden más que remarcar su inaccesibilidad e incomprensión. La hija (Isabelle Hupert) no puede reaccionar con inteligencia ante el dolor, y el pianista Alexandre, antiguo alumno de Anne, no puede disimular su tristeza, y la transmite una y otra vez, pese a los deseos de su mentora. La historia se repite: las profesoras de piano de Haneke no encuentran en sus alumnos más que respuestas crueles.
Amour es un film maduro y logrado, pero aún así, Haneke comete un pecado habitual entre los autores más ambiciosos: el de la alegoría (aspecto también homologable al cine de Lynch). Para ser más precisos, hay dos procedimientos narrativos dignos de análisis en Amour, y absolutamente contradictorios. La alegoría y el símbolo. El primero, la tan mencionada paloma que entra y sale del departamento en más de una ocasión, y los esfuerzos de Georges por atraparla. No basta con que la respuesta seca de Haneke reniegue de la interpretación (“una paloma es una paloma”). La pregunta de porque entra la paloma, con qué objeto es introducida en la narración, claramente es incontestable. Porque es propio de la alegoría no permitirnos más que interpretaciones endebles y subjetivas. Pero el hecho de que los espectadores se hagan la pregunta, es lo que vuelve el recurso en fallido. Su condición alegórica, tan ajena a la narración cinematográfica, provoca sólo confusión.
En el extremo opuesto, a pocos minutos de comenzado el film -en la secuencia clave de la aparición de la enfermedad-, Haneke nos proporciona el recurso cinematográfico por excelencia: la significación simbólica. Georges y Anne charlan sentados a la mesa. De repente, Anne se paraliza, con la mirada en el vacío y abstraída de la realidad. Al no poder hacerla reaccionar, George va en busca de un trapo, abre la canilla, lo humedece en el agua y le moja la cabeza. Como Anne sigue sin dar muestras de recuperación, Georges va en busca de su abrigo, seguramente con la intención de llevarla al médico. Notamos que ha dejado la canilla abierta, porque seguimos oyendo el agua caer desde la habitación contigua. Mientras Georges sigue vistiéndose, dejamos de escuchar el agua correr. No necesitamos aclaraciones. Sabemos que Anne ha salido del transe y ha cerrado la canilla. Si en un principio, la imagen del agua contenía las atribuciones icónicas que habitualmente le otorgamos (así como una paloma es una paloma, el agua es agua), al permanecer abierta, nos proporcionaba un indicio de la gravedad de la situación, o al menos de la importancia que le daba George, al no perder el tiempo en cerrarla. Para cuando, en off, notamos que ha dejado de caer, el agua ya no es sólo agua, se ha transformado en símbolo, y significa la recuperación de Anne. A diferencia de las escenas con la paloma, que confunden y distraen, la resignificación del agua -actuando como ícono, índice y símbolo- goza de una fluidez que la puede hacer pasar casi inadvertida. No se impone por encima del relato, sino que lo potencia sutilmente, sin exigirle al espectador detenerse en ella.
Son estas estrategias narrativas, hoy cada vez más difíciles de encontrar, las que hacen al arte del cine.
Ramiro Villani
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http://www.doctormentalo.com/2013/02/la-paloma-de-haneke.html